También tengo miedo de ellos. De todos aquellos antiguos amigos afectadamente depresivos que han cambiado su semblante nostálgico y atormentado por una sonrisa de pegatina que han adquirido en uno de esos manuales de bolsillo del Vips. No son felices, alguien les dice que lo son y se lo creen. Es más, se convierten en el portavoz del gurú de turno y repiten literalmente su retahíla insufrible. Se expresan sin alma, son criaturas de ojos apagados diciendo grandes cosas que nada tienen que ver con ellos mismos: “Soy poderoso, soy capaz de todo”, “El Universo conspira a mi favor”, “Uno es lo que quiere ser”…
Tengo miedos de unos y otros porque son la misma cosa: Devoradores de tiempo, muertos de inanición horaria. Una de las excusas para vender alegremente el minutero es no poder aguantarse a sí mismo. Una vez desprovisto de tiempo, el hombre se inventa el estrés, que es como una novia plasta a la cual no se soporta, pero sin la que no se puede vivir. Y todos están ocupadísimos con sus vidas y regodeándose en lo sumamente importantes que son. Ellos lo saben y el Universo, también.